jueves, 26 de junio de 2008

Mi primera vez...

Con apenas 6 años de experiencia a cuestas, podía intuir que ese día sería importante, que ocurriría algo especial, y no me equivoqué, porque a pesar que han pasado varios años aún recuerdo el primer día que mi papá me llevo al Centenario. No sé si era otoño o primavera, pero el sol brillaba en su máximo esplendor, con aquel calorcillo incipiente de las estaciones intermedias, que le da a La Serena esa aura mágica y pura que hasta el día de hoy siento, cuando todo los colores son más nítidos y el aire más limpio gracias a que las nubes brillan por su ausencia.

Eran como las 11 de la mañana y estábamos en la boletería. Claramente, yo a duras penas alcanzaba la ventanilla donde una señora de avanzada edad cortaba unos papeles de roneo que le pasaba a mi viejo en calidad de entrada.

Yo estaba extasiada, y mi expectación era mayor cuando crucé la puerta y su respectivo telón rojo de algo parecido al terciopelo, el que ya le daban a la circunstancia un aspecto más solemne. Mis grandes ojos pardos parecían no dar abastos con el lugar. Quería absorberlo todo. Recuerdo que cuando vi al fondo de la sala aquel telón de terciopelo color vino, similar al de la entrada, me sentí inconfundiblemente dentro de un cuento y fue entonces cuando supe que estaba viviendo un momento inolvidable, en el que en cierta manera yo era la protagonista. Si cierro los ojos puedo teletransportarme a través del tiempo, puedo sentir el olor de la madera encerada, oír el crujir del suelo y ver mis zapatos negros de charol andar –casi flotar- sobre la alfombra roja.

Rememoro que mi padre, sugirió sentarnos en los primeros asientos, mientras que yo soñaba con algún día poder estar en aquel palco, que resultaría más propicio para mi sensación de ensueño. Pero la experiencia ya era tan excitante a esas alturas, que esa nimiedad podría esperar. Mis pies, obviamente, no tocaban el suelo y mis manos se resbalan por el cuero café de la butaca. No sé si ya había escuchado, aunque lo dudo por mi corta edad, que aquel cine era el criadero de pulgas de la ciudad. Si ese comentario hubiese llegado a mis oídos, en ese minuto, no lo hubiese creído.

Cuando las luces se apagaron sentí el corazón en la garganta, en la sien, como si quisiese salirse por el primer lugar que pudiese. Estaba ensimismada. Notaba que mi papá me miraba de reojo, con esa mirada de devoción que puedo encontrar hasta el día de hoy, pero que por ese entonces aún no podía etiquetar y por eso mismo era un tanto más grandiosa, porque a final de cuentas era puro sentimiento. Quizás al verme, mi padre también rememoraba la primera vez que había estado frente a la pantalla grande, aunque lo más probable que no en ese mismo cine, si no que en El Nacional.

Los parlantes me perturbaron por unos segundos, pronto la película La Sirenita se apoderaría de la pantalla. Siempre había sentido una extraña devoción por esos seres mitad pez y mitad seres humanos, y aunque no entendía cómo podían sobrevivir sin aire, hacía caso omiso a mis dudas con tal de no derrumbar mi fantasía.

De pronto el romance se desató, mientras yo a mi corta edad ansiaba un príncipe azul inexistente y envidiaba la cabellera roja de la protagonista. La Sirenita había conocido a Eric. ¡Chan! Yo aún más tímida y pudorosa por aquel entonces, sentía vergüenza que mi padre presenciara esas imágenes junto a mí, obvio que en mi mente infantil ignoraba que mi progenitor había sido autor de cosas más osadas que un intercambio cómplices de miradas, más bien, que gracias a acciones más subidas de tono yo podía ver hoy semejante historia de amor.

Fue en medio del culebrón, en el clímax de la película, cuando las luces se prendieron y yo atónita miré inmediatamente a mi padre, sin entender nada, a lo que mi viejo se limito a decir algo así como: “ahora viene el receso”, apresuradamente pregunte cuánto duraría. No recuerdo si me respondió 15 o 30 minutos, que para mí fueron una eternidad. Pasaron vendiendo dulces, mi papi me debe haber comprado algo haciéndome prometer que no le contaría a mi mamá y que después me comería todo el almuerzo. Asentí.

Cuando La Sirenita se apoderó nuevamente de la pantalla y Ariel comenzó a cantar, don que debería sacrificar con tal de conseguir el amor de su amado, yo soñaba con explotar tan bello talento, quizás el pertenecer al coro del colegio era un primer paso. ¡Qué ilusa! porque hasta ese momento la realidad no me había demostrado que aquel anhelo – que duerme dentro de mí hasta el día de hoy- se haría añicos con el correr del tiempo.

De repente las luces se prendieron, la película había terminado, era hora de volver a casa a almorzar, quizás el pescado con papas fritas y tomate clásico de los días domingos por ese entonces. Cuando salí del cine de la mano de mi padre, el sol seguía brillando, pero ahora con un destello distinto, porque había conocido algo parecido a la televisión, y a pesar que la diferencia más sustancial radicaba en el porte, esta pantalla gigante destellaba magia, embrujo al que estoy sometida hasta el día de hoy.

2 comentarios:

Unknown dijo...

Prima me encantooooó, tengo un nudito en mi garganta... y muchos recuerdos aparecen en este momento, la mayoría de nuestra niñez y la ultima vez que vi una película en El Centenario, te acuerdas... Titanic, jajaja una rica tarde entre primas.
Te adoro, mil besos.

Unknown dijo...

Hey, epoca de reminiscencia??
En realidad muy nostalgica la historia. Mas que el cine, me hace recordar mi niñez en La Serena, ya no veo la cuidad como solia hacerlo. Observo menos, por asi decirlo paso desapersivido de la ciudad.
Hay cosas bien solidas si aprendemos a mirar de nuevo. Gracias por recordarnoslo. Saluos