Claramente los hombres y las mujeres no somos iguales, no sé a quién se le habrá ocurrido tamaña idea, es cosa de mirarnos y analizarnos, tanto física como psicológicamente. No somos iguales, pero sí debemos ser mirados como iguales, como personas que a pesar de sus diferencias –propias de cada género- tienen idénticos derechos y deberes, y por consiguiente, las mismas oportunidades.
A veces se olvida que aunque somos diferentes anatómicamente, que diferimos en la forma de mirar ciertos aspectos de la vida y en cómo manejamos algunos sentimientos, estamos en el mismo rango, la misma “condición”: la del ser humano. Parece casi inconcebible que por el sólo hecho de poseer un par de pelotas se pueda optar a mejores sueldos, y que el sexo sea, finalmente, un factor determinante a la hora de quedar en un trabajo o gozar de otro tipos de beneficios.
Cada día la sociedad está más abierta a un cambio, pero como todo proceso suele ser lento y difícil, a punta de esfuerzo se pueden conseguir pequeños logros que con el correr del tiempo constituyen grandes pasos. Es complicado echar abajo años y siglos de un pensamiento bastante arraigado–que, obviamente, no sólo se reduce al ámbito laboral- , en que instituciones tan importantes dentro de la sociedad, como la Iglesia, han ayudado a instaurar mediante la culpabilidad.
Gracias al régimen del remordimiento, es que por años las mujeres hemos tenido que vivir mintiéndonos a nosotras mismas, reprimiéndonos, conteniéndonos todo el tiempo, con tal de mantener, asegurar y demostrar nuestra condición de “señoritas”. Ni un trago de más ni una palabra indebida ni un affair, caben dentro de este sagrado y siempre bien ponderado calificativo.
Puede que avancemos en leyes laborales, en el tratar de equipararnos en lo político, deportivo, entre otros aspectos. Quizás hoy no se tenga que lucir como Margaret Thatcher para poder conducir un país, ni menos resguardarse en características que están estrictamente ligada al sexo masculino, pero esto no servirá de mucho si no logramos cambiar la mirada, el cómo los hombres - e incluso de algunas mujeres, hay que decirlo- ven a su sexo opuesto en la cotidianeidad.
Debo reconocer que más de alguna vez he quedado ebria, y eso no me hace menos “señorita”, en varias ocasiones tomo a la par con mis amigos y eso no me convierte en menos “señorita”, si es por contar romances quizás le gane a muchos, y eso no me transforma en menos “señorita” y mucho menos en una puta, y si así quieren verme, que así sea, sólo puedo decir a mi favor que todo esto lo llevo a mucha honra. Quizás si fuese hombre podría ser la envidia del grupo, recibiría más de un palmotazo en la espalda a modo de aprobación y/o admiración, pero por el hecho de no tener las bolas “necesarias” los calificativos son distintos.
Invito a quitarnos la culpa, la vergüenza y mucho más. No hay nada como un garabato bien dicho en la circunstancia oportuna, y si no también, pero ojo, que hay que tener cuidado con la vulgaridad, que siempre resulta ser de pésimo gusto independientemente de dónde venga.
Ninguna de las actitudes anteriormente mencionadas me hace ser más ni menos “señorita”, ni con menos valores, ya que lo único que me hace ser suficientemente mujer es no traicionarme a mí misma ni a mi gente, es también el diario esfuerzo de ir siempre con la verdad como bandera de lucha por la vida, el enfrentar la adversidad con la frente en alto, el que no me tiemble la voz al momento de reconocer mis errores y el decir te quiero sin necesariamente tener la certeza de si seré correspondida. Esto, es para mí, lo que define y califica a una “señorita”, y para cumplir con lo anterior los huevos son un ingrediente dispensables en esta receta.